Aún recuerdo el primer ataque: los cuerpos sangrantes tambaleándose hacia mí, la lluvia de dientes. Recuerdo mi estómago estrangulado al resbalar en las duchas, el terror atávico a sus bocas, intentar huir, desnudo, atrapado en una jaula de cuerpos: unos con miedo, otros con hambre. Recuerdo salir del gimnasio, buscarlas con la mirada, el azote del otoño en mi cuerpo y el del invierno en sus rostros. No estaban heridas; dejé de sentir aquel frío.
Huimos de la ciudad.
Villa Castro era el nombre del cortijo al que acabamos llegando: un sitio lejos de aquella locura. Un lugar perfecto. Lo limpiamos e hicimos un plan de defensa y aprovisionamiento. Nuestra suerte fue tal que llegamos incluso a aburrirnos.
Fue entonces cuando encontramos aquel sótano.
Ahora me encuentro aquí: N-432 Km 310. Con dos horas a trote en mis pies, aunque bien equipado: ropa de abrigo, armas de fuego y provisiones de sobra para un hombre de 80 kilos.
Desnudo. Más desnudo que nunca.