Miró a sus espaldas y ahí estaba él: observándole sin reparos, enhiesto como un faro en la noche, y transfiriendo a su bloc todo lo que quedaba impreso en la retina de sus ojos; unos orbes parapetados, casi enterrados, por una suerte de pómulos prominentes y voluminosas ojeras.
—Puede sentarse si lo desea —dijo Joe medio girado, sin dejar de remover el guiso; convirtiendo la compulsión con la que agitaba la paleta en un constante repiqueteo de madera contra metal.
—Relájese señor Higasi. En los puntos a considerar en su examen no entra la premura con que prepare sus platos —dio dos golpecitos en sus apuntes—. Nadie dentro del círculo considera la celeridad un factor a tener en cuenta, no caiga usted en ese feo vicio.
—Disculpe, señor…
—Herbert. Hoy soy Herbert.
El examinador se deslizó por el parqué de la cocina hasta donde estaba el iniciado y, poniendo una mano en su hombro, metió dos de sus dedos en el maremágnum rojo, de carne, tomate y sangre. Joe, al ver como se llevaba el índice y el corazón bien cargados a aquella boca de encías oscuras, contuvo la respiración. Herbert degustó la salsa y, tras varias mascadas, arrebañó sus dedos con pausa y concluyó:
—En su punto. Estupendo señor Higasi —le dio dos palmaditas—. Estupendo —reiteró.
—¡Gracias! —espiró, poniendo la vitrocerámica a fuego mínimo.
Herbert garabateó algo.
- Cocina con gusto. La carne poco hecha o al punto (Visto).
—Ahora, si no le importa, ¿podría hacer unas comprobaciones?
—Claro, por supuesto ¿de qué se trata? —respondió mientras tapaba la cacerola.
—Me gustaría ver cómo de efectiva es la insonorización. Antes he repasado puertas, pero no he podido hacer prueba alguna desde fuera mientras usted cocinaba. Yo salgo fuera y…
—Yo hago ruido ¿no? —terminó la frase por él.
—¿Tiene algún equipo de música?
Higasi enarcó una ceja.
—Señor Higasi, sé de sobra que podría hacer ruido de mil formas diferentes, pero son tantas como con las que podría engañarme. No es mi afán insultarle, pero soy un elemento neutral aquí.
—¡Oh! Sí, tiene lógica. No había pensado en ello. Puedo poner algo en el ordenador.
—Eso valdrá.
Herbert le siguió hasta el salón comedor, donde Higasi encendió el sobremesa que tenía en un escritorio.
—Es toda una máquina, un Intel l5 2500k 3.30ghz a…
—Siento decirle, señor Higasi, que no me fascina la informática.
—Bueno, a mí es lo que me da de comer –dijo abriendo el firefox.
—Respeto eso.
—En los dos sentidos señor Herbert —sonrió Higasi mientras señalaba en la pantalla los portales de acceso a Edarling y Meetic.
—Tenga cuidado con eso señor Higasi —Sacó de nuevo su pluma.
—No se preocupe señor Herbert, le aseguro que tengo máximo cuidado, esto es mi trabajo.
—Bueno… —jugueteó con la estilográfica en la mano unos segundos— De acuerdo, siga, aunque al finalizar le daré algunos consejos al respecto.
—Gracias, señor Herbert ¿El Face Value de Phil Collins, el Piece of mind de Iron Maiden o Pornograffitti de Extreme?
—¿Algo de clásica? Nadie desconfía de alguien que escucha música clásica, no de alguien que además es tan anodino como usted señor Higasi.
Joe Higasi calló, mirándolo fijamente.
—No se lo tome a mal, yo creo que esa es toda una cualidad, y más dadas sus apetencias.
El anfitrión sonrió, mostrando una hilera de pequeños y espaciados dientes, y añadió:
—¿Le vale Rossini?
—Perfecto —dijo dejando sus cosas en la mesa.
Herbert se dirigió hacia la puerta principal al son de la overtura de Guillermo Tell y, tras descorrer varios cerrojos, salió al pasillo del bloque. Aferró el pomo y, abriendo y cerrando varias veces al ritmo del mi menor de trompas y trompetas, terminó por escuchar la entrecortada versión de la melodía de Gioachino Rossini que esperaba oír. Volvió a entrar, sacudiendo la cabeza con energía arriba y abajo, e hizo un gesto a Higasi indicándole que le alargara sus herramientas de trabajo.
- Buena insonorización (Visto).
Higasi volvió a dedicarle una de esas sonrisas de cetáceo:
—¿Algo más?
—Ahora que lo dice… ¿cómo es el vecindario?
El japonés se frotó las manos y respondió:
—Verá, este sitio es perfecto, es uno de esos edificios de última construcción en los que apenas hay vecinos, al menos por ahora. De hecho en esta planta no hay nadie.
—Maravillas de la crisis, señor Higasi. Me gusta —volvió a darle dos palmaditas–. ¿Qué tal si me enseña su despensa? Recuerde las condiciones en las que debe estar el producto.
—Sí, sí. Vuelva conmigo.
Con los últimos compases de la overtura barroca ya agonizando, abandonaron el recibidor, dirigiéndose de nuevo a la cocina, donde, además del cargante olor de la sangre hervida con tomate y cebolla, les esperaba una puerta blanca en el extremo de la cocina, mordida esta por tres toscos candados; con un grosor, cada uno, no inferior al pulgar de un tipo adulto. Higasi sacó un manojo de llaves de su delantal (siempre impoluto), y desentramó todo el complejo con tal velocidad y precisión, que los ojos de Herbert asomaron lo suficiente para parecer algo más que dos luces titilantes tras los huesos de su rostro.
—Disfrute —susurró el cocinero, abriendo para afuera y dejando a su examinador toda la gloria de aquella visión.
Herbert alargó su brazo hacia un tirador que había en aquel techo bajo y encendió la única bombilla que, solitaria, bailaba ahora a escasos dos palmos de su cabeza. La estrecha pero larga habitación quedó iluminada por una luz amarillenta que revistió todo, al momento, del mismo tono que tienen los dedos de los viejos fumadores. Al fondo, flanqueado por repisas atiborradas de latas y frascos con pepinillos, quesos, o productos de limpieza, pendía el cuerpo de un varón en la veintena. Lo primero que saltaba a la vista era el charco de sangre cuajada que había a sus pies, extendido en refregones seguramente por el único pie que llegaba al suelo, el otro le había sido amputado a la altura de la rodilla (una tosca costura apenas unía del todo las capas de piel y músculo que se habían librado de acabar en la cazuela). El chico estaba amordazado y atado al techo por las manos, con un fuerte nudo alrededor de sus muñecas, la soga corría por el interior de una argolla y daba a un sistema de poleas básico pero que, al parecer, operaba con suficiencia. Solo llevaba unos calzoncillos tipo boxer y parecía muerto o inconsciente. Algunas heridas pequeñas en su torso, que podían apreciarse gracias al recorrido que marcaba la sangre seca, llamaron la atención de Herbert.
—Pierna en salsa. De no haberlo visto no habría averiguado qué iba usted a preparar.
—Ya ve que el producto es bueno, y le aseguro que disfrutará la comida.
—No lo dudo, pero permítame… —Higasi se asomó dentro, ante la petición de su invitado—. ¿Para qué estas punciones?
—Para la sangre; bebo bastante. Se me agotó la de cuando lo de la pierna y tuve que impedir que se muriera.
—Pues desangrarlo no es la mejor opción para que su producto siga fresco.
—Lo sé…
—¿Drogado? —volvió a hojear sus papeles.
—Sí, yo…
—¿Le cuesta oírle hablar? —siguió tomando nota.
—No es lo mío no, reconozco que no es mi fuerte.
—¡Tch! Pues, caballero, permítame decirle que para que se mantenga en condiciones óptimas debe alimentarlo, y eso implica que abra la boca. No puede permitirse semejante lujo. Y le aseguro que la carne congelada pierde mucho, en eso nos diferenciamos poco de los pollos.
—Entiendo —dijo mirando al suelo.
—¿Y por qué no hace como otros muchos y empieza cortándole la lengua?
Higasi salió disparado hacia la cocina:
—¡Cómo no se me había ocurrido! ¡cómo no se me había ocurrido! —iba mascullando.
—Señor Higasi
—¿Sí, señor Herbert? —dijo el japonés mientras, extasiado por la genial idea, se dirigía sin hacer mucho caso hacia el cuerpo del joven.
—Señor Higasi —repitió Herbert, dejando pasar con reticencia al cocinero por la estrechez de la despensa.
—Sí, sí. Solo tardo un momento.
—Sabe usted que no, señor Higasi.
El japonés comenzó a deshacer la mordaza y, cuchillo cerámico en mano, metió los dedos (como si fueran ganchos) en las fosas nasales del chico que, ante la obstrucción nasal, empezó a despertar.
—¡Maldita sea, señor Higasi! ¡Escúcheme!
Higasi intentaba sujetar como podía el cuerpo de la víctima que, con la torpeza propia de calmantes y anestésicos en vena, se alzaba cuando lograba no resbalar con su único pie sobre el charco bermejo. Y, cuando alcanzaba a respirar lo suficiente para imponerse a la opresión que sufrían sus pulmones por colgar como un jamón, se desgastaba en verbalizar una súplica estéril que, combinada con una mirada de ojos desencajados, destinaba a un Herbert cansado de hablar. Higasi, dispuesto a terminar lo que había empezado, aferró la mandíbula del chico rubio y lanzó dos tajos a su boca entreabierta que no solo se llevaron por delante parte de un labio, si no que, además, hicieron un destrozo en las encías de sus palatales inferiores, dejando dos piezas dentales balanceándose a la altura de su barbilla por un colgajo de carne, y convirtiendo su boca en una cascada roja. Herbert, hastiado por el espectáculo, y con el iris gris de sus ojos ahora más visible que nunca, abofeteo con tal dureza a Higasi que su cabeza fue a impactar contra una de las estanterías, dejando caer la hoja en el proceso.
—Se acabaron las estupideces, señor Higasi —dijo sacándolo de la despensa, como el que revolotea a un niño chico.
Acto seguido se fue para adentro y amordazó firmemente al chaval, le arrancó el colgajo de un tirón, y le echó algo de ron que había por ahí en la herida. Finalmente, y dejando atrás aquel despojo humano retorciéndose, salió a encararse con el iniciado.
—Mire —dijo con pausa, mientras revisaba con detenimiento las mangas de su chaqueta—, creo que es una buena adquisición para nosotros, pero debe entender que hay que seguir ciertas normas. Omitiré lo ocurrido si me promete que, a partir de ahora, seguirá punto por punto lo estipulado y cumplirá lo acordado para esta prueba.
Higasi, desviando la mirada, pero con un tono de voz firme, dobló el espinazo repetidas veces y asintió:
—Sí, sí. Lo lamento, no volverá a ocurrir.
—Entienda que no quería dejarle porque la prueba tiene unos tiempos, no nos podemos extender demasiado. Por otra parte, piense que si corta una lengua que no cocina en breve, esta perderá propiedades. No nos gusta malgastar nada, es parte de nuestra filosofía, debería saberlo ya.
Higasi volvió a hacer una genuflexión hiperbólica y a disculparse.
—Ya está, déjelo —sacó de nuevo su pluma—, ahórrese las reverencias.
- Estado del producto: aceptable (Visto).
Herbert dio dos palmadas, con sus papeles bajo el brazo, e inquirió:
—¿Va usted a poner la mesa o voy a tener que ayudarle?
Higasi, con la cabeza aún gacha y paso raudo, se dirigió a apartar el plato principal. Dispensó dos raciones generosas sobre una cerámica impecable de tonos moka y marfil y comenzó a colocar de forma metódica todos los cubiertos necesarios (cuchara, cucharilla, cuchillo y tenedor) sobre unas bandejas de corte asiático. Colocó en cada una el guiso de gemelo y soleo, y, para concluir, sacó del frigorífico una preciosa jarra de cristal de Murano desbordada por un denso sorbete que según caía dejaba excedentes sólidos adheridos al vidrio. Colocó las cucharillas en dos copas y sirvió el refrigerio. Herbert acudió relamiéndose y, sin mediar palabra, engulló media copa de un trago, repasó el interior de la copa con la lengua, y paladeó unos segundos.
—¿Qué es esto? ¿Y qué licor es el que le da este regusto tan acertado? —dijo mientras jugueteaba con varios restos entre las yemas de los dedos.
—Piel picada y vodka señor.
—Señor Higasi… desde luego hice bien en no eliminarle hace unos minutos. Tiene usted talento ¿No le importará que copie la receta no?
—No, no, claro que no —volvió a levantar la cabeza.
- Acompañamiento líquido adecuado, exquisito sorbete (Visto).
—Prosiga. Tengo otro examen más en un par de horas y no me gusta comer a la carrera.
Higasi terminó de poner todo lo necesario en las bandejas: servilletas de lino, agua y algo de pan de centeno, y fue trasladando todo con mucho cuidado hasta la mesa de ébano que presidía el comedor. Una vez todo el cuadro quedó compuesto para los dos comensales, Herbert sacó una diminuta Nikon digital y tomó varias instantáneas con diferentes encuadres de la mesa. Higasi esperó resolución frente a la mesa, con las manos entrelazadas a la altura de la cintura y sus pies convertidos en una errática caja de ritmos.
—Puede estar tranquilo señor Higasi, sin duda tiene usted buen gusto —dijo Herbert, sin levantar la vista de sus notas.
- Claramente disfruta de la comida y genera un entorno propicio (Visto).
—Pero, perdone, creo que le falta algo, y dispense que sea exigente, pero este es mi trabajo ¿Sabe a qué me refiero, señor Higasi?
—Sí, claro que sí, me leí atentamente el manual —Sacó su móvil, lo miró, y continuó—. No debería tardar.
Herbert frunció el ceño, sonrió y añadió:
—¿Sabe? Es usted un tipo curioso señor Higasi. Le aseguro que en todo este tiempo me había resultado…
¡Beep, Beep!
El sonido penetrante del portero electrónico interrumpió la confidencia del examinador, que, sin inmutarse, dejó ir a Higasi a atender el mismo. ”Sí, claro, sube”, escuchó.
—¡Es usted un canalla! —bromeó Herbert, que volvió a echar mano de su cuaderno, mientras observaba como Higasi se apremiaba a librarse del delantal, y a descorrer los innumerables cerrojos de aquella gruesa puerta,
Instantes después, el timbre sonó. Joe Higasi se atusó el pelo y, tras abrir, tanto él como Herbert pudieron ver como el gesto tímido de aquella madura atractiva de considerables pechos, tornaba sonrisa nerviosa al atisbar al enchaquetado del bloc junto a la mesa.
—¿Joe? Perdona que me sorprenda, pero pensaba que seríamos solo dos para cenar.
Higasi señaló la mesa, visible desde el recibidor, y le dedicó a la mujer su mejor sonrisa de delfín:
—Claro, señorita Hartevelt. Y como puede ver, solo cenaremos dos.
Los comensales sonrieron.
- Entrante obligatorio de carne cruda: ¡Crudísima! (Visto).